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sábado, 18 de octubre de 2014

Juan Ramón

Su inconfundible risa.

Esa risa capaz de destacar en medio de la más atronadora tormenta, de esas tropicales cuando gotas como monedas de 5 bolívares estallaban en los tejados de chapa de Caracas.

Nunca se nos ocurrió la idea de medir los decibelios de ese ruido, pero creo que hubieran sobrepasado ampliamente el límite de tolerancia del oído humano. Quizá no lo creais, pero cuando paraba la lluvia, te quedaban zumbando los oídos durante un buen rato. Pues bien, la risa de Juan Ramón se imponía a ese sonido.

Sin embargo, aunque parezca imposible, no era una risa molesta, sino de ese tipo que obligaba al resto de la concurrencia a imitarle, con ese contagio tan frecuente de los jóvenes que, por desgracia, va menguando progresivamente según caen las páginas del calendario y la vida nos va enseñando sus aristas.

Calculo que el radio de acción de la risa de Juan Ramón era de unos 250 metros, lo mismo valía para romper el hielo en una fiesta que para anunciar el fin del paseo de un ángel.

Pero no solo por ella, los que le conocimos con mayor profundidad también lo recordaremos por otras cualidades que hacían de él un tipo peculiar y admirable.

Antes de seguir os tengo que revelar un secreto que muy pocos saben, es posible que incluso solamente él y yo: Juan Ramón me salvó la vida.

Estábamos en una playa de Caraballeda, y nos dio por meternos a nadar a cierta distancia de la orilla. En aquella época, mediada nuestra carrera universitaria, conversábamos mucho. Eramos compañeros de laboratorio de electrónica, de estudios en casi todas las asignaturas, de fútbol grande y pequeño, de fiestas. Yo admiraba de él su liderazgo, su inteligencia y su fuerza de voluntad para sobresalir en todas las actividades en las que estaba involucrado, que eran muchas. Supongo que a él le pasaba algo parecido con cualesquiera que fueran mis virtudes.

Como iba diciendo, nos alejamos de la orilla, y después de un rato de charla dejándonos mecer por las cada vez más altas y frecuentes olas, empezamos a cansarnos, y decidimos regresar. Sin darnos cuenta, la marea nos había llevado hacia una rocas, por lo que decidimos bordearlas en paralelo a la orilla de la playa, para luego girar 90º hacia la arena. Unos minutos después, que bien pudieron ser 3 ó 30, seguíamos en el mismo sitio, ya que la marea no nos dejaba progresar en la dirección deseada. Es más, estábamos aún más cerca de las afiladas rocas, con olas ya muy altas que amenazaban con lanzarnos hacia ellas. En ese momento, el cansancio y el miedo empezaron a hacerme perder el buen juicio, y decidí cruzar directamente a través de las piedras. La primera ola me estampó de espaldas contra un pedrusco musgoso lleno de conchas de lapas muertas, afiladas como cuchillas; la segunda ola me arrancó de dicha piedra, a la que me había tratado de agarrar, como si fuera una pluma en medio de una tempestad. Me estrelló, esta vez de cara, contra otra piedra y ahí pensé que se había acabado todo lo que se daba. Del pánico, las piernas no me respondían y pesaban una tonelada, empujándome hacia abajo sin la réplica de mis paralizados brazos. Se apoderó de mi una especie de fatal resignación ante lo que creí inevitable. Me di la vuelta para mirar con la vista nublada por última vez a mi amigo y, en medio del estruendo de las olas, escuché su poderosa voz:

- !Oscar, tranquilo, que estoy aquí¡

- Gordo ¡coño'e la madre, no puedo! no me responden las piernas ni los brazos, no tengo fuerzas...

- Tranquilízate, estoy aquí, sal de ahí que te espero, ¡no me muevo hasta que no salgas!

- Vete, Juan, no hay nada que hacer, no puedo.

- ¡Coño, Oscar, te he dicho que te tranquilices, respira hondo y ven para acá! - Su voz tronó algunos decibelios más alto que su mejor carcajada - ¡Vente para acá buceando, recuerda que se te da muy bien, que aguantas un montón la respiración, así podrás evitar las olas!

Efectivamente, sus palabras y su ánimo resolvieron un difícil problema que esta vez no se trataba del análisis de una señal digital con modulación compleja, sino de lo más valioso que tenemos.

Llegamos a la orilla, después de no-se-cuánto tiempo de nadar contracorriente, exhaustos cual náufragos. Allí nos quedamos tirados un buen rato anestesiados por el cansancio y el bajón de la adrenalina, hasta que su risa nos devolvió a la normalidad.

- ¡Coño, güevón, la tuvimos cerca! - me pareció entender entre sus carcajadas

Así era.

Juan Ramón destacaba por su poder de convocatoria y de organización. Tenía una innata capacidad para liderar grupos con mano de seda y, al mismo tiempo, con bastón de pesada caoba cuando la situación lo requería. Se mostraba duro con los que le fallaban, pero al mismo tiempo comprendía las circunstancias que habían ocasionado ese comportamiento. Era cerebral, pero al mismo tiempo capaz de enternecerse y emocionarse con pequeños detalles. Estoy seguro de que en su vida profesional fue un gran jefe.

Al terminar la carrera, nuestros caminos se separaron, él se fue a USA con Procter & Gamble y yo me quedé en Venezuela trabajando en la petrolera. Cuando regresó a Caracas yo ya me había venido a España. Luego él fue a Inglaterra a trabajar en la City, y entonces volvimos a vernos varias veces, siempre coincidiendo con viajes suyos a Madrid. En todas esas ocasiones pudimos comprobar que nuestra antigua amistad se mantenía saludable como un roble.

Ahora me arrepiento de no haber aprovechado cualquiera de mis visitas a Londres para encontrarnos y pasar un poco más de tiempo juntos. No dejeis nunca para otra ocasión lo que os apetezca hacer en un momento determinado, por mucho que os cueste organizarlo.

Lo siento, Juan, lo siento mucho y te echo mucho de menos. Sabes que soy hombre de pocos amigos, que los puedo contar con los dedos de una mano.

Esa mano tiene hoy un dedo menos.

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